El pulpo es uno de los animales más fascinantes del océano, no solo
por su inteligencia, su capacidad de camuflaje o sus ocho tentáculos, sino
también por su sistema circulatorio único: posee
tres corazones. Esta característica, que parece sacada de la ciencia
ficción, cumple funciones vitales
que le permiten adaptarse a las complejidades del entorno marino.
Dos de estos corazones son
branquiales. Están ubicados cerca de cada una de
las branquias del pulpo y se encargan de bombear
sangre desoxigenada hacia ellas. Allí, en contacto con el agua del mar, la
sangre se oxigena. Cada corazón branquial trabaja de forma independiente,
impulsando sangre hacia su respectiva branquia.
El tercer corazón, llamado
sistémico, es el encargado de distribuir la sangre oxigenada al resto del cuerpo. Se trata del
corazón central, y es el que permite al pulpo mantener su metabolismo y
alimentar sus órganos y músculos con el oxígeno necesario.
Uno de los datos más curiosos es que, cuando el pulpo nada, su corazón sistémico se detiene temporalmente.
Este fenómeno tiene consecuencias prácticas: nadar resulta agotador para ellos, por lo que suelen preferir
desplazarse arrastrándose por el fondo marino. Esta elección no es solo
estratégica, sino también energética.
Además de esta singular distribución del trabajo cardíaco, los
pulpos tienen sangre azul. A
diferencia de los seres humanos, cuya sangre contiene hemoglobina y se basa en
el hierro, la sangre de los pulpos contiene hemocianina, una proteína rica en cobre. Esta sustancia, aunque
menos eficiente para transportar oxígeno en temperaturas cálidas, es mucho más útil en aguas frías y con
bajos niveles de oxígeno, como las que suelen habitar estos cefalópodos.
El sistema circulatorio de
los pulpos no solo es una rareza biológica, sino una prueba más de la
sorprendente diversidad de la vida marina. En cada
latido de sus tres corazones, este animal recuerda cuán distinta —y asombrosa—
puede ser la evolución.
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