✍Francesc Jusep Bonnín: cantautor, escritor, poeta, músico, pintor
Como en cada calle, surgen mil historias que contar.
La de nuestro protagonista es una historia corriente, pero no deja de tener su encanto.
Hasta que tuvo 14 años vivió en la calle Bolsería, entre las calles Colón y Sindicato.
La convivencia entre los vecinos era familiar, entrañable, sencilla, y todos se conocían y se ayudaban en lo que buenamente podían.
Corría el año 54 cuando nació, en casa, por supuesto; eso de ir a las clínicas no estaba de moda.
Todos los vecinos de su edificio —una finca de cuatro pisos y de más de doscientos años, que aún está en pie, aunque con algunas reformas a lo largo de esos años— estaban al tanto de su nacimiento.
Se estaban arrastrando todavía las consecuencias de la estúpida guerra civil, una guerra fratricida de la cual costó mucho recuperarse.
Y, como dije antes, vivió allí hasta los 14 años.
En esa época, corría el año 68, se mudó a Cala Estancia, en Can Pastilla, para pasar un verano.
Su padre, que en gloria esté, la compró para ir a pasar los veranos y como segunda residencia de vacaciones; pero ya se quedaron para ver cómo era un invierno cerca de la mar y del Club Marítimo San Antonio de la Playa, donde su padre tenía una barca, concretamente un llaüt.
Pero, en cuanto tuvo uso de razón, empezó a escribir sobre su calle: sobre cómo la veía y cómo la vivía, con un sinfín de personajes que la hacían entrañable.
“¿De mi calle qué os voy a contar?”, se preguntaba. Llevaba el bullicio en sus venas y, apenas el sol asomaba, se oían las primeras voces: mágica música en su calle.
Había balcones con olor a primavera, con la ropa tendida en sus barandillas, y a los vecinos les gustaba despertar con olor a pan recién horneado.
Decía el protagonista de nuestra historia que se vestía de gris en otoño, cuando el cielo lloraba en su calle, y recordaba la farola de ese pequeño rincón que alumbraba y era testigo de ese primer beso.
“¿De mi calle qué os podría contar?”, seguía diciendo. Que era menuda, estrecha, y que la gente se saludaba siempre al pasar.
Que era una calle que olía a mar, a calma cotidiana y a comercio; a la que quería tanto por cantar y a la que pisaba suave de mañana.
La vieja calle que le vio nacer tenía un ciego y un borracho en cada esquina. Los chavales se amontonaban para jugar; apenas tenían sitio las criaturas.
También tenía su perro callejero, su administración de loterías, su tienda de bebidas, su colmado, su panadería, incluso el abuelo que, sentado en el banco de siempre, iba a beberse el sol que se deslizaba entre las fachadas.
De su calle salía la canción del bullicio de la vida y de las cosas; y, de noche, se dormía en un rincón aguardando el lento pasar de las horas.
“¿De mi calle qué os podría contar?”, seguía preguntándose. Estaba entre dos caminos de esperanza: uno por ver la gente andar, otro por disfrutar de su calma.
Y al final de su pequeña historia decía:
“Mi calle me estropea la visión del cielo porque es menuda, entrañable, hermosa, diferente. Y en ella encontré a mi amor. Por eso la quiero tanto: porque era mi calle”.
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