✍Francisco José Castillo Navarro, Director General del Grupo Periódico de Baleares, Presidente Fundador de AMC/
Desde que se instauró en la Constitución de 1978, el llamado Estado Autonómico ha sido de los proyectos políticos más particulares de la Europa occidental. Ideado en un período histórico sensible, justo en la Transición a la democracia, aspiraba a aunar la unidad del Estado con la variedad histórica y cultural de regiones como Cataluña, Euskadi y Galicia. Con el tiempo, este esquema se extendió a cada región del país bajo el conocido dicho del "café para todos", originando 17 comunidades autónomas y 2 ciudades autónomas, cada una con su propio parlamento, gobierno y estatuto de autonomía.
Esta estructura territorial tenía como fin asegurar cercanía administrativa, pluralidad política y reconocimiento de la identidad. No obstante, lo que se planeó como un equilibrio perfecto entre centralización y autogobierno, ha terminado con los años en una estructura dividida, ineficaz y complicada de coordinar. Y es precisamente en las situaciones de crisis —como los desastres naturales— donde estas carencias se han hecho evidentes con toda su crudeza.
Uno de los mayores inconvenientes del modelo autonómico español está en la indefinición de competencias en temas importantes como la protección civil. Aunque la Constitución, en su artículo 149.1.29, dice que le corresponde al Estado la competencia exclusiva, las comunidades autónomas también desempeñan funciones en medio ambiente, sanidad, ordenación del territorio, emergencias e incluso en la administración de cuerpos de bomberos y rescate. El resultado ha sido una constante superposición de responsabilidades y una falta de mando único operativo en momentos críticos.
A esta ambigüedad legal se une que muchas comunidades autónomas no han adaptado sus normas a la Ley 17/2015, del Sistema Nacional de Protección Civil, que dejó sin efecto a la antigua ley de 1985. Un ejemplo claro lo vemos en la Comunidad Valenciana, cuya Ley 13/2010 de Protección Civil y Gestión de Emergencias sigue vigente sin incorporar las directrices del marco legal estatal. Incluso su Plan Territorial de Emergencias (PTECV), revisado en 2019, sigue basándose en normativas de los años 90 ya derogadas. Esto genera una peligrosa falta de armonización, que se transforma en descoordinación institucional y demoras en la respuesta ante catástrofes.
Los últimos acontecimientos son una prueba irrefutable. En el horizonte de 2025, España se topa con una escalada de incendios forestales nunca vista en los últimos treinta años. Apenas a mediados de agosto, las llamas ya habían devorado unas 380.000 hectáreas, cebándose especialmente en lugares como Galicia, Castilla y León, Extremadura y Cataluña. En Zamora, el incendio de Molezuelas de la Carballeda arrasó con casi 37.000 hectáreas, y en Ourense, el fuego en A Rúa y Larouco calcinó alrededor de 44.000 hectáreas, siendo esta la peor tragedia en la historia gallega. Para ponerlo en perspectiva, más de 30.000 personas tuvieron que ser evacuadas, muchas carreteras quedaron cortadas y cuatro personas fallecieron, incluyendo algunos bomberos forestales. A pesar de que el Estado movilizó a la UME y se impulsaron ayudas desde regiones como Castilla y León, que asignó 100 millones, la carencia de un protocolo uniforme y rápido volvió a quedar en evidencia. Diversas ONG y medios señalaron que la dispersión de competencias dificultó la llegada de recursos y causó graves problemas operativos.
No es la primera vez que un desastre natural revela las carencias del sistema. En octubre de 2024, una DANA azotó con fuerza la Comunidad Valenciana. En pocas horas, cayeron más de 200 litros por metro cuadrado en zonas como Algemesí, provocando desbordamientos, la destrucción de infraestructuras y un balance trágico de 224 fallecidos. Más de 62.000 personas resultaron afectadas directa o indirectamente. El Gobierno aprobó de urgencia los Reales Decretos-ley 6/2024 y 7/2024 para activar ayudas y reconstrucción, pero la Generalitat Valenciana no declaró el Nivel 3 de emergencia de interés nacional, impidiendo un mando estatal. Informes periciales señalaron que esa decisión fue un “error crítico” que costó vidas. Organizaciones como Amnistía Internacional denunciaron la falta de información clara por parte de las autoridades, y la falta de coordinación entre administraciones. La directora de Protección Civil reconoció que el Mecanismo de Protección Civil de la UE estaba disponible pero se activó tarde. Fue, según varios expertos, una “crónica de un desastre anunciado”.
Incluso en la erupción del volcán Cumbre Vieja en La Palma (2021), que podría considerarse un ejemplo parcial de coordinación eficaz, el Estado mostró graves deficiencias. Aunque se declararon la isla como zona gravemente afectada por emergencia de protección civil y se movilizaron fondos millonarios, la ejecución de las medidas fue lenta, la comunicación con la población insuficiente y la reconstrucción y compensación económica demoradas. Se produjeron errores en la coordinación de evacuaciones, retrasos en la llegada de medios estatales y confusión en la gestión de ayudas entre Gobierno central, Gobierno de Canarias y cabildo insular. Esta situación dejó claro que incluso en catástrofes de magnitud extrema, donde se esperaba una respuesta centralizada, la ineficiencia institucional persistió, costando tiempo y generando mayor sufrimiento para los afectados.
Estos tres casos —los incendios de 2025, la DANA de 2024 y la erupción de La Palma— dibujan un patrón claro: el sistema autonómico español no está diseñado para responder con eficacia ante emergencias de gran escala. La dispersión normativa, la ausencia de un mando único operativo, la duplicidad de funciones y la politización de la gestión de crisis se han convertido en obstáculos recurrentes que cuestan vidas, recursos y tiempo.
Otros países con estructuras descentralizadas, como Alemania, han logrado establecer protocolos federales claros para gestionar emergencias. Incluso Estados fuertemente centralizados como Francia muestran mayor agilidad en la toma de decisiones. En España, por el contrario, el Estado autonómico ha evolucionado hacia una especie de federalismo informal, pero sin mecanismos sólidos de coordinación. La consecuencia es un sistema donde cada comunidad actúa con sus propios planes y recursos, y el Estado interviene tarde o mal, por falta de instrumentos legales o por temor a conflictos políticos.
La gran pregunta que se abre hoy, en pleno siglo XXI, es si España puede permitirse seguir sosteniendo un modelo que funciona en tiempos de normalidad, pero que fracasa en momentos de crisis. Ante el aumento de los desastres, es crucial actuar con celeridad, eficiencia y buena coordinación. Por tanto, la nación debe reformular su esquema territorial buscando una operatividad eficaz, roles bien definidos y una responsabilidad que sea de todos.
No se trata de eliminar la autonomía, sino de armonizarla con un sistema de gestión de crisis moderno, que no dependa de la voluntad política coyuntural ni del color del gobierno regional o central. El Estado de las Autonomías fue una solución política necesaria en 1978; pero en 2025, con las tragedias recientes aún frescas en la memoria, parece evidente que necesita una profunda reforma estructural. Porque en situaciones de emergencia, lo que está en juego no es un debate ideológico, sino la vida de miles de personas.
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