Conservo la memoria de mi hogar,
Cuba vive en cada detalle que no quiero olvidar.
Emigrar no es pérdida, es un camino de fe
en el que cada paso es propósito y bendición.
Nunca he logrado hablar de lo que ha significado vivir entre identidades y fronteras, sobreviviendo a los latidos de un corazón nómada y a los conflictos de vivir entre dos culturas y dos vidas, o incluso tres. Emigrar ha sido una experiencia profundamente transformadora, una mezcla de nostalgia y propósito.
Para mí, salir de Cuba ha significado mucho más que un simple cambio geográfico. Ha sido una decisión de vida, situada entre necesidad y esperanza, que no ha estado ajena al dolor y a la pérdida, dejando una historia marcada por la lucha y el deseo de un futuro mejor.
Si bien, en mi caso, no he pagado el precio de la separación familiar, reconociendo que he sido una emigrante privilegiada, salir de la isla implicó una pérdida de identidad, de costumbres, del idioma en mi primer destino, de amigos, de todo lo conocido y propio, aquello que cada persona entiende como su zona de confort.
Durante muchos años viví una nostalgia constante, con la esperanza de que ese duelo algún día pasara. El duelo ha persistido por años y por causas que iban más allá de mi voluntad: sueños no cumplidos, una juventud y una vida interrumpidas abruptamente, amigos que quedaron atrás. Emigrar supuso romper el guion: renunciar al futuro soñado, forjado con años de estudio y esfuerzo.
El proceso implicó sacrificio profesional y “el precio de la dignidad”, uno de los más silenciosos, pero también de los más duros. No hay nada peor que tener que demostrar valor constantemente, incluso cuando ya has aportado cosas que nunca parecen suficientes, precisamente por ser extranjera. Tampoco he estado ajena a la estigmatización y a la discriminación encubierta, enfrentando prejuicios cuando se me ha visto como “ilegal” o cuando se ha intentado manipular con discursos ideológicos.
Adaptarse a una sociedad de acogida implica beneficios y costos variados. Una mentalidad diferente y la falta de conocimiento pueden provocar errores graves. Las barreras personales dificultan la nueva forma de vivir y, a menudo, pagamos muy caro el precio del aprendizaje.
En el camino se cometen mil errores, algunos de ellos significativos. Aunque idealmente no me arrepiento de mis actos, hago un ejercicio de autocrítica y asumo la responsabilidad de mis propias limitaciones, entendiendo que vivir en una sociedad tan distinta a la que crecí y me formé es un desafío grande.
El proceso es largo y penoso, porque como emigrante dejas una parte de ti mismo en el camino; hay puentes que duelen y las memorias de la maleta se convierten en un dolor crónico en el que luchan miedo y esperanza.
Por otra parte, es desgarrador asumir el desprecio de ser parte del llamado “exilio cubano”, supone cargar con una herida que no cierra del todo. Es una mezcla de nostalgia, rabia, amor y un duelo constante por lo perdido. No se trata solo de haber dejado atrás una isla, sino de ver cómo se derrumba el mundo propio: la casa, los amigos, los lugares de la infancia, las palabras cotidianas que ya no suenan igual en otras tierras. Y duele porque nunca fue una elección completamente libre y si ha sido triste ver familias rotas, también lo es ver las generaciones rotas.
Es triste mirar al mar y reconocer que no es el mismo en otro lugar, ver tu bandera y sentir un nudo en la garganta, escuchar una canción y reconocerte de repente en una calle de La Habana, aunque sea un instante, el que te basta para saber que ya no eres del todo de allá ni de aquí tampoco.
Ese duelo hace que Cuba, aunque lejos, siga latiendo dentro, sólo que está en pausa, porque no sólo es un lugar sino una ausencia.
A veces pienso que, a estas alturas, lo he superado todo y puedo declarar el desarraigo con una mezcla de culpa, por considerarlo indigno, y, por otra parte, con sensación de liberación. Pero, para ser sincera, hay memorias que pesan: escucho ecos de mi casa, la que fue de aquella familia feliz que en ella fuimos, me llegan voces que laten y siento abrazos a distancia. El mapa del dolor habla de fronteras y fracturas, de dolores antiguos y horizontes nuevos. El desarraigo cuesta emociones, pérdidas y cicatrices. Reconstruirse en tierras ajenas a veces es más difícil de lo que imaginamos.
Pero, no todo ha sido pena y errores; el vacío se amortigua con la familia que uno va formando, la que crece y se convierte en fuente de fortaleza, anclaje emocional y razón de los nuevos propósitos. Para ellos eres sinónimo de resistencia, de voluntad inquebrantable, y les entregas identidad y memoria como un acto de integridad que les permita sumar a lo propio, “lo nuestro”; así mi nostalgia convive con un sentido de pertenencia más amplio.
Aun habiendo sido un acto de supervivencia, me siento afortunada. Con mis países de acogida he cultivado un deber de lealtad y una profunda gratitud. La distancia ha sido oportunidad, crecimiento y aprendizaje, el motor para construir “otra historia propia” sin olvidar mi origen, mis raíces, mi orgullo de ser cubana y llevando en el corazón el espíritu y la memoria de Cuba.
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