✍ Rita Toymil, Escritora/
Cuba atraviesa una de las etapas más sombrías de su historia reciente. Asfixiada por una crisis sistémica que afecta todos los niveles de la vida cotidiana —económico, social, sanitario y moral—, la isla parece desmoronarse lentamente entre el abandono, la decadencia y el olvido. Las ruinas que marcan el paisaje no son más que el reflejo de una nación que se apaga desde dentro, mientras el mundo observa en silencio, distraído e indiferente.
La crisis actual no es un fenómeno aislado, es la consecuencia de décadas de un modelo político y económico que ha fracasado en ofrecer prosperidad, libertad y bienestar a sus ciudadanos. El Estado se ha vuelto incapaz de garantizar lo básico: electricidad estable, alimentos, medicamentos, transporte o esperanza. Las interminables colas para conseguir productos esenciales, los apagones diarios, la inflación descontrolada y la migración masiva son señales inequívocas de un país que se desangra en cámara lenta.
El sistema de salud está colapsado. La escasez de insumos médicos y personal ha expuesto sus grietas más profundas. Enfermedades prevenibles vuelven a propagarse, y los hospitales —algunos en ruinas— apenas pueden atender la demanda. Mientras tanto, epidemias silenciosas como la desesperanza, la ansiedad y la depresión avanzan sin contención.
Y ante este escenario, el gobierno cubano permanece anclado en su retórica de resistencia y soberanía, negando su responsabilidad, culpando al embargo estadounidense de todos los males, y reprimiendo cualquier atisbo de disidencia. No hay soluciones, no hay reformas, la narrativa oficial no resiste el peso de la realidad: un país donde vivir se ha vuelto una lucha diaria, y donde soñar es casi un acto de subversión.
El mundo, por su parte, ha aprendido a mirar a otro lado. Las instituciones internacionales reaccionan con declaraciones tibias, los medios globales apenas prestan atención a una crisis que no vende titulares, y muchos gobiernos prefieren no reaccionar por simpatías ideológicas. Cuba, entonces, queda sola, atrapada entre la obstinación del poder y el desinterés.
En medio de esta oscuridad, solo queda la gente, cubanos que cada día buscan cómo sobrevivir, cómo irse, cómo resistir o cómo no perder la dignidad. Porque, a pesar de todo, sigue habiendo vida en las ruinas, sigue habiendo voces que se levantan, pero el tiempo corre y el apagón se extiende. Cuba no merece morir en silencio. El mundo no debería permitirse el lujo de ignorarlo.
Esa Cuba que muere es dolor compartido y responsabilidad común. Muere lentamente, en el peso de la miseria, en la fuga desesperada de sus hijos, en la resignación de quienes ya no esperan nada. Duele en lo más hondo, a los que siguen allí, remando contra la corriente del hambre, del apagón, del silencio impuesto. Y duele, quizás de otra forma, pero igual de fuerte, a los que la recuerdan desde lejos, con nostalgia, con rabia, con amor. La isla se ahoga en una espiral de escasez, represión, emigración masiva y pérdida de sentido. No es solo una crisis económica o política, es una crisis del alma nacional.
Las calles de ciudades y pueblos han dejado de ser espacios de esperanza para convertirse en zonas de resistencia cotidiana. Sobrevivir se ha vuelto el único objetivo. Y eso no es vivir. Cuando en un país ya no hay fe, ni sueños, ni futuro, la gente aprende a escapar como única forma de vivir y los que se quedan resisten entre la nostalgia, la carencia y los anhelos que no llegan.
El exilio cubano no es un grupo homogéneo, pero sí está unido por un lazo invisible: el amor a una tierra que sentimos propia. Desde la distancia, vemos cómo se desmorona lo que alguna vez fue hogar, y nos preguntamos: ¿qué podemos hacer? ¿Cómo salvar a Cuba?
La respuesta no es simple, pero empieza por reconocer que Cuba necesita un cambio profundo, real, inclusivo. Y ese cambio solo será posible reconstruyendo los lazos entre los cubanos. La reconciliación entre hermanos es urgente. No para olvidar, sino para sanar y avanzar.
Utilizar nuestra voz para mantener la causa cubana viva en el escenario internacional. No dejar que la realidad de Cuba se normalice. Que el mundo escuche que en Cuba la dignidad se apaga, pero no se rinde. Y que todos sus hijos, estén donde estén somos lo mismo, cubanos heridos buscando una salida que no sea la rendición. Cubanos que soñamos con una Cuba diferente y eso es un acto de amor, salvar a Cuba es salvarnos a nosotros mismos, es no permitir que nos roben la raíz, la historia, el futuro. Cuba vive en todos nosotros, en cada recuerdo, en cada lágrima y mientras haya un cubano que ame, que recuerde, Cuba no estará perdida.
Comenzar a pensar en una Cuba democrática, libre, reconciliada. En una Cuba en la que quepamos todos, plural, libre de miedo y de odio. Una nación que no repita los errores del pasado, sino que aprenda de ellos. Salvar a Cuba no será fácil. No es tarea de un solo grupo, ni de un día, será largo y complejo. Tal vez no lo veamos completo en esta generación. Pero si no empezamos ya, si no asumimos nuestra parte, el final será el olvido.
Y Cuba no merece morir. Merece renacer.
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