✍️ Francisco José Castillo Navarro, Presidente Fundador de AMC (Asociación de Medios de Comunicación Digitales) y Director General del Grupo Periódico de Baleares/
En los últimos años, España ha vivido una transformación profunda en su identidad social y cultural. Las tensiones entre laicismo, tradición y multiculturalismo han alcanzado un punto álgido, especialmente en momentos simbólicos como la Semana Santa. Esta festividad, que va más allá del aspecto religioso para convertirse en una expresión cultural profundamente arraigada, parece estar cada vez más marginada en nombre de un laicismo que, en ocasiones, raya en la negación de nuestras raíces.
Aunque España se define como un Estado aconfesional, esto no significa la negación de la religión en el espacio público, sino la no imposición de ninguna en particular. Sin embargo, algunos sectores políticos, principalmente de izquierda, han adoptado una postura que muchos perciben como hostil hacia las expresiones religiosas tradicionales, especialmente las de raíz católica. Se retiran símbolos, se limita la participación institucional en celebraciones, y se fomenta una narrativa en la que las tradiciones cristianas son vistas como obstáculos para la modernidad o la inclusión.
Paradójicamente, mientras se silencia la fe mayoritaria, se promueve una tolerancia ilimitada hacia manifestaciones religiosas de minorías, como el Islam, que en algunos casos chocan frontalmente con los valores democráticos europeos, especialmente en lo que respecta a la igualdad de género, la libertad de expresión y los derechos humanos. Esta tolerancia mal entendida ha permitido, en determinadas ciudades europeas, rezos multitudinarios en la vía pública sin ningún tipo de control, generando tensión social y evidenciando una falta de reciprocidad cultural.
Conviene preguntarnos: ¿se podría organizar una procesión católica en países como Arabia Saudí, Irán o Marruecos? La respuesta, por desgracia, es negativa. En muchos de esos lugares, los cristianos deben vivir su fe en la clandestinidad, y la libertad religiosa brilla por su ausencia. Esta asimetría cultural debe hacernos reflexionar sobre el verdadero sentido de la convivencia: no se trata de imponer una hegemonía cultural ni de excluir al diferente, pero tampoco de renunciar a quienes somos por miedo a ofender.
España es un país de mayoría culturalmente católica. No es una obligación creer ni practicar, pero sí respetar y proteger aquello que ha dado forma a nuestra historia, nuestras costumbres y nuestro paisaje humano. Defender nuestras tradiciones no es intolerancia: es identidad. Y exigir reciprocidad en la convivencia tampoco es xenofobia: es sentido común.
Lo preocupante es que ciertas élites progresistas parecen más interesadas en dar voz a los que más gritan que en escuchar al pueblo que, en su mayoría, valora sus raíces, sus fiestas y su libertad. Se reivindica la diversidad mientras se pisotea la tradición; se habla de feminismo mientras se aplaude a regímenes o culturas que oprimen sistemáticamente a la mujer.
No se trata de rechazar al que viene de fuera, sino de pedirle que respete lo que ya está dentro. La convivencia no es una rendición, sino un pacto. Y ese pacto debe partir del respeto mutuo, no de la imposición ideológica ni de la negación de lo que somos.
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