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Una Historia, un Dibujo: Historia utópica

 


Francesc Jusep Bonnín, Cantautor, Escritor, Poeta, Músico/ 

Buceando en la utopía que es la vida, uno se da cuenta —perfecta cuenta— de lo importante que es la comunicación, aunque esta comunicación perfecta también sea una utopía.
No me refiero a la comunicación como la conocemos ahora, electrónicamente hablando o, incluso, si me permiten, pensando.
De hecho, ya existen máquinas que piensan por nosotros. Me refiero a la comunicación natural, la que conocemos incluso antes de que se inventara la palabra. Esa comunicación visual, gestual, es la que quizás echo más de menos.

La de sentarse en un bar cualquiera, en la esquina o plaza de cualquier parte, y, a merced de un buen café, hablar, tertuliar, sin querer ser el centro de nada ni la esquina del mundo. Simplemente hablar, comunicarse, sin necesidad de demostrarnos ni demostrar nada.
La tertulia relajante, sin ánimo de convencer a nadie, sino de exponer simplemente nuestra opinión y respetar e intentar entender la postura de nuestros interlocutores.

La palabra es la esencia de la vida, bien usada, sin descalificativos cada dos por tres, que —a menudo, demasiado a menudo— abundan en la actual comunicación.
Hablar con profundo respeto y convencido de ello debería ser utopía aparte, como escuchar un preludio de Chopin, un aria operística, un concierto de piano o guitarra… intentando entender el mensaje de una caricia improvisada musicalmente.

Un don que nunca hemos sabido reconocer.

Otra utopía —pensamiento que pienso y estoy seguro de que compartimos muchos poetas, escritores y cantautores— es que el mundo no se rigiera por el dinero, ni por los intereses creados, ni siquiera por el poder, el fanatismo, la burocracia absurda o el más falso de los protocolos… sino que se rigiera por la palabra amable, justa, medida, cortés, especial y, sobre todo, libre.

Sin ofensas y sin ser maltratada.

Sí, la palabra ha sido maltratada… como tantas cosas bellas de este mundo.

La intolerancia, el desprecio a la vida en cualquiera de sus formas, impera en un mundo que no dudo ni por un instante que alberga —en sus tierras, países, ciudades y pueblos— gente buena, solidaria, respetuosa y comunicativa.

Nadie tiene ni el más mínimo derecho a coartar las libertades que se nos dan por derecho.
Nadie puede segar vidas inocentes colocando bombas y sembrando el terror y el desconsuelo entre la gente buena, la que cree en la paz y la convivencia, la que sabe que es posible ayudar, empatizar…
Esa buena gente. Y más si cabe, cuando ese hachazo a la libertad de vivir en paz se produce en niños y adolescentes.

Queridos lectores: siento pena, pero no siento falta de esperanza ni de libertad…
Esperanza en que un día no muy lejano sepamos cambiar balas por abrazos, sepamos besarnos, entendernos, comunicarnos, comprendernos y ayudarnos más —si cabe— en todo.

Y libertad, sin libertinaje, de decir lo que sentimos. Sin ofensas. Libres. Ayudados por ese don preciado: el don de la palabra. El don de la comunicación.

Da igual de dónde seamos y la tierra donde nacimos y amamos. Pensando siempre, además, que somos CIUDADANOS DEL MUNDO.
Un mundo que no puede —ni debe— olvidar ese don de la palabra.



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