✍Francisco José Castillo Navarro, Director General del Grupo Periódico de Baleares, Presidente Fundador de AMC/
El 22 de agosto de 2025, poco antes de las diez de la noche, Iryna Zarutska, una joven ucraniana de 23 años, subió al metro de Charlotte con la rutina de quien reconstruye una vida. Había huido de la guerra, estudiado Bellas Artes en Kiev, aprendido inglés, trabajado en una pizzería y luchado para costearse estudios de auxiliar de veterinaria. Nada de eso la protegió. Cuatro minutos después de tomar asiento, un hombre identificado como Decarlos Brown Jr., 34 años sacó un cuchillo y le clavó tres puñaladas por la espalda. Iryna fue consciente, miró a la cara de su agresor, y en quince segundos se desplomó y murió desangrada.
La noticia en sí es un corte en la carne: un crimen brutal, repentino, absurdo. Pero lo que la hace insoportable no es solo el acto en sí, sino la red de fallos que lo rodea: la impunidad, el desgaste social, la indiferencia de quienes miraron y no actuaron, la posibilidad según la información disponible— de que un agresor con antecedentes estuviera de nuevo en libertad. ¿Qué falla cuando una joven que llegó huyendo de la guerra, que trabajó y estudió, puede ser asesinada en un vagón público y la respuesta colectiva se limita a mirar un video?
La escena dentro del metro es espeluznante: imágenes que deberían provocar acción y sin embargo incendian solo debates en redes y, al cabo de los días, se enfrían. La doble moral a la que alude la propia voz dolida que narra lo ocurrido la percepción de que ciertas tragedias desencadenan indignación organizada mientras otras se diluyen demuestra algo peor que la violencia física: la fragmentación moral de nuestras sociedades. Cuando la respuesta pública depende de la identidad de la víctima, la esencia de la solidaridad se vuelve condicional y, por tanto, endeble.
No es justo ni correcto convertir este suceso en una palanca para el odio racial. La responsabilidad individual existe: un agresor cometió un crimen atroz y debe responder por ello. Pero también existe una responsabilidad colectiva: las instituciones que no previenen la reincidencia, los servicios de salud mental que no llegan a tiempo, las políticas públicas que dejan a personas vulnerables expuestas, y una cultura ciudadana que muchas veces prefiere mirar hacia otro lado antes que intervenir. Todas esas fallas son parte del mismo panorama que permitió que Iryna estuviera en el sitio equivocado en el peor momento posible.
Ante la impotencia, brota la rabia y, con ella, pensamientos extremos: “la humanidad merece desaparecer”. Es comprensible la desesperación, pero esa desesperación no puede convertirse en llamado a la destrucción. Mejor debe convertirse en memoria activa: recordar a Iryna con nombre y rostro, exigir investigación, pedir rendición de cuentas, y transformar la conmoción en medidas que reduzcan el riesgo de que algo así vuelva a ocurrir.
Que su muerte no sea una estadística más. Que sea un recordatorio doloroso e inapelable de que la seguridad pública, la justicia, la empatía y la atención a la salud mental no son lujos: son obligaciones colectivas. Que quienes vieron, quienes estuvieron cerca, quienes controlan políticas y recursos respondan con acciones concretas: mejorar vigilancia, reforzar programas de prevención, apoyar a las comunidades inmigrantes y crear canales efectivos para que las alertas previas no terminen en repetición fatal.
Iryna no merece ser reducida a una foto viral ni a un debate político; merece memoria, justicia y que su historia actúe como acicate para cambiar algo. En el dolor más profundo, que florezca la esperanza mínima: que su nombre sigua presente como una demanda cotidiana para que la indiferencia deje de ser un cómplice silencioso. Recordarla, exigir verdad y trabajar por cambios reales es lo menos que podemos hacer.
Que cada vez que escuchemos el silencio incómodo de una injusticia, recordemos el nombre de Iryna y entendamos que mirar hacia otro lado también mata.
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