✍️ Francesc Jusep Bonnín — cantautor, escritor, poeta, músico y Pintor/
La historia de este domingo la protagoniza un viajante de comercio llamado Miguel.
Nuestro protagonista había vivido siempre en el ambiente de trabajo de su padre, evidentemente comercial, y ayudando a este en las tareas propias del negocio. A los 18 años, el padre pensó que ya era hora de que empezara a volar solo; así que, un día, se presentó en casa con un billete de avión con destino a Ibiza, en donde tenía ciertos clientes.
En la maleta negra, parecida a la que llevan los pilotos, nuestro amigo llevaba varios productos; entre ellos, las piezas hechas a mano con un gusto exquisito, pura artesanía, que correspondían a un precioso tablero de ajedrez que portaba, dado su tamaño, bajo el brazo.
Llegó al hotel a bordo del bus de turno, y de ahí empezó su aventura: la de vender lo más posible y, por supuesto, con la principal idea de no decepcionar a su padre, quien había demostrado su confianza en él.
Su primera visita estaba encaminada a una tienda sita en el centro de la ciudad. Evidentemente, con la ilusión de un novato, se dirigió a ella con el ánimo de hacer un buen pedido. Nada más entrar en la susodicha tienda, se topó de frente con su primer cliente, por cierto con cara de pocos amigos. Al verle, le preguntó:
—¿Y tú qué quieres?
—¡Buenos días! —respondió nuestro joven amigo—. ¡Vengo a ofrecerle unos productos, especialmente este tablero de ajedrez!
A lo que el malhumorado primer cliente respondió:
—¡No te voy a sacar fuera de mi tienda, lo único que te diré es que no voy a comprarte nada!
Decepcionado, no tuvo ganas de seguir con su trabajo y se marchó al hotel. Una vez en su habitación se miró al espejo y se puso a llorar, como se suele decir vulgarmente, a moco tendido.
Y no por su primer fracaso —que también—, sino pensando más en la confianza que había depositado su padre en él.
Después de comer, salió de nuevo del hotel, hacia el mismo destino que en la mañana: la misma tienda. Pero esta vez, y con cierto aire de cabreo, decidió venderle a su desagradable y maleducado cliente el magnífico tablero con las piezas correspondientes. Echó el resto y le dijo:
—¡No me pienso ir hasta que no vea lo que traigo!
El hombre, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz y mirando por encima de ellas, le dijo:
—¡A ver, enséñame ese tablero!
Lo cual aprovechó nuestro joven viajante para explicarle que se fabricaba en tres tamaños: 40x40, 50x50 y 60x60, con las piezas correspondientes en cada medida.
Corría el año 1964, y a sus 18 años había concluido con éxito la primera venta de su carrera como Agente Comercial Colegiado, que sería después y durante más de 40 años. El cliente, aparte de otras cosas, le compró varias unidades de cada medida del tablero con sus correspondientes piezas.
Al llegar a casa, lo más importante para él fue lo contento que estaba su padre y el saber que no le había defraudado gracias a su empeño y tesón.
Sus clientes eran sus amigos a la hora de venderles; después, solo sus compradores, aunque, a lo largo de su carrera, algunos —los más— se convirtieron, tal vez por su manera de ser cordial y educada, en muy buenos amigos.
Y nuestro protagonista tuvo una máxima siempre presente:
“Detrás de una mesa nunca ganaría dinero, porque este está pateándose la calle”.
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